viernes, 15 de diciembre de 2023

Patología de un Sistema Político

La alarmante situación que atraviesa España no es fruto de la sorpresa con la que cae un rayo en un día soleado, sino el desencadenamiento de una tormenta que comenzó a formarse desde el momento en que se aprobó la Constitución, un texto lleno de ambigüedades, contradicciones y carencias, una «improvisación constante», como me reconoció hace tiempo uno de sus “padres”, asombrado con su posterior mitificación.



El objetivo más importante de una Constitución, esto es, la limitación del alcance del poder para evitar que la mayoría tiranice a la minoría, no se cumplió. Con todos sus méritos históricos en medio de dificultades que es fácil infravalorar a toro pasado, lo cierto es que no supo arbitrar un eficaz equilibrio de poderes ni concebir instituciones verdaderamente independientes. Entre otras cosas, hizo casi impracticable la imprescindible separación de poderes, de modo que la distinción entre el ejecutivo y el legislativo se limitó a tapizar de distinto color los asientos del Congreso (azul y rojo) y la independencia del judicial quedó seriamente mermada. Esto se confirmó cuando el Tribunal Constitucional dictaminó que la reforma del sistema de elección de jueces impulsada por el PSOE en 1985 (y mantenida por el PP con mayoría absoluta) era perfectamente constitucional a pesar de castrar dicha independencia de modo flagrante. Por tanto, la Constitución contenía ya el germen de su autodestrucción al permitir una peligrosa concentración de poder en la figura de un solo individuo, el presidente de gobierno. De este modo, la cuenta atrás de la demolición del edificio constitucional, cuyo tictac es hoy perfectamente audible, comenzó en realidad en 1978 y fue acelerada por la partitocracia que aquél instauró. Décadas de abuso por parte de los dos grandes partidos políticos en su afán colonizador del poder total hicieron el resto. Como observara Julián Marías, la Constitución no creó unos partidos para el Estado, sino un Estado para los partidos, y los parásitos han acabado controlando al huésped.

En paralelo a las deficiencias de su texto constitucional, España se ha visto enormemente debilitada por un pensamiento histórico casi hegemónico que ha retratado la Historia de España como un período oscuro que no vio el amanecer hasta 1978. Esta creencia ha logrado carcomer nuestra identidad nacional y socavar nuestra autoestima, ha dado la razón al argumentario nacionalista y ha transformado los cimientos de una nación milenaria en unos pies de barro. Así, hemos llegado a cuestionar la propia existencia de España (que no del “Estado español”) y ninguneado sus hazañas, algunas sin paragón, culminando con un Himalaya de falsedades (en acertada expresión de Julián Besteiro) sobre lo acontecido en el último siglo, desde la Segunda República a la dictadura de Franco, desde la Transición al régimen constitucional del 78, que no ha sido ni mucho menos “el período de mayor paz y prosperidad de nuestra historia”, como repiten sus propagandistas (que no son otros que sus beneficiarios).

Uno de los sesgos de este pensamiento hegemónico es la presunción de radicalidad de la “derecha” frente a una inmaculada izquierda, cuya aura de moderación choca con la evidencia empírica del último medio siglo, en el que la extrema izquierda ha monopolizado la violencia y el asesinato político. Por eso, los medios sólo hablan de la peligrosa ultraderecha y nunca de la peligrosa ultraizquierda, relato que Sánchez ha utilizado hasta la náusea de forma muy eficaz. La combinación de un débil andamiaje constitucional y de un déficit de cultura política e histórica ha abonado la llegada al poder de un psicópata armado con dinamita y dispuesto a encender la mecha entre carcajadas enloquecidas, abocándonos a una situación límite: en el último medio siglo, nunca habíamos estado tan cerca de la ruptura de la convivencia y de la tiranía. Sin embargo, cabe preguntarse si, más allá de las peculiaridades del caso español, existen elementos que permitan hablar de una crisis sistémica de las democracias occidentales, en distinto grado. ¿Son las elecciones un fraude si el candidato miente como un bellaco sobre sus verdaderas intenciones? ¿Cómo evitar que el pueblo elija a un tirano, como ha ocurrido repetidas veces a lo largo de la historia, e impedir que éste disponga de tanto poder de destrucción? Un sistema político ideal busca preservar la libertad y la dignidad del hombre, el orden social, la tolerancia en el pluralismo, el imperio de la ley y la justicia, cuyo fruto es la paz. ¿Están lográndolo las democracias occidentales del s. XXI o, en palabras de Hans-Hermann Hoppe, hemos idolatrado a un dios que nos ha fallado?

Del diagnóstico acertado de la situación depende, nada más y nada menos, el futuro de nuestra libertad. La gravedad de lo que nos jugamos hace que ya no quepa ocultarse tras las caretas e imposturas exigidas por la etiqueta de la corrección política. Diagnostiquemos, por tanto, con realismo y sin miedo la patología de nuestro sistema político, único modo de curarla.

Artículo escrito por Fernando del Pino Calvo-Sotelo
Fuente: fpcs

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