sábado, 12 de octubre de 2024

Estallar la Burbuja de la Inteligencia Artificial

Cómo la inteligencia artificial controlada por los globalistas 
está dando forma a una sociedad dependiente de la tecnología 
para pensar, tomar decisiones y existir.

La industria de la “IA”, en su trayectoria actual, no sólo está al borde del abismo, sino que está inflando activamente su propia versión de la burbuja puntocom: un espectáculo de exceso especulativo donde la única certeza es el estallido inminente. Estamos presenciando una era en la que las empresas, envueltas en el atractivo de la innovación futurista, se precipitan hacia la quiebra, dejando tras de sí un rastro de inversores desilusionados y promesas incumplidas.

La industria de la “IA”, en su trayectoria actual, no sólo está al borde del abismo, sino que está inflando activamente su propia versión de la burbuja puntocom: un espectáculo de exceso especulativo donde la única certeza es el estallido inminente. Estamos presenciando una era en la que las empresas, envueltas en el atractivo de la innovación futurista, se precipitan hacia la quiebra, dejando tras de sí un rastro de inversores desilusionados y promesas incumplidas.

La IA, anunciada como el presagio de un nuevo amanecer para la humanidad, hasta ahora ha ofrecido poco más que un espejismo de progreso, palabras de moda y precios bursátiles inflados.


La idea de que la IA pueda alcanzar un mínimo de humanidad no es sólo optimista, sino fundamentalmente absurda. La IA carece de la esencia de lo que nos hace humanos: alma, espíritu, el inexplicable quantum de conciencia.

Decir que su “IA” es “inteligente” es denigrar el término en sí. Aquí estamos, vendidos en la estafa más sofisticada del siglo, donde el aceite de serpiente no es sólo astuto; es digital, es omnipresente y se vende con la promesa de resolver problemas que probablemente amplificará.

En esencia, se trata de una forma sofisticada de procesamiento de datos: el aprendizaje automático, rebautizado con el nombre de "IA". No hay conciencia, ni comprensión, ni creatividad genuina; solo algoritmos que procesan grandes conjuntos de datos, a menudo recopilados sin consentimiento, para generar resultados que imitan la creación o la toma de decisiones humanas.

En esencia, los sistemas de IA, incluidos los que generan texto, arte o música, no son creadores sino imitadores sofisticados. Funcionan reconociendo patrones en los datos, que a menudo incluyen propiedad intelectual obtenida sin permiso. Esto no es inteligencia, es replicación de patrones a gran escala.

El término "inteligencia artificial" sugiere una apariencia de procesos cognitivos similares al pensamiento humano, pero lo que tenemos son algoritmos que predicen y generan basándose en patrones preexistentes, no en pensamientos originales.

Decir que estos sistemas son “inteligentes” exagera lo que realmente logran. La inteligencia implica comprensión, empatía, razonamiento y conciencia del contexto, cualidades que la IA no posee. Lo que hace la IA es predicción estadística, no comprensión. Cuando una IA gana al ajedrez o al Go, no es porque entienda el espíritu o la historia del juego, sino porque ha procesado millones de partidas para determinar la jugada óptima en cualquier escenario dado.

El incesante redoble de tambores que anuncia la era de la Inteligencia Artificial ha ido creciendo hasta convertirse en una cacofonía de exageraciones, en la que la mera mención de la IA evoca imágenes de una utopía o distopía inevitable, según quién cuente la historia. Se nos dice que nos inclinemos ante el altar de esta nueva deidad tecnológica, pero, si lo examinamos más de cerca, el ídolo no solo parece hueco, sino también algo cómico en sus afirmaciones.

La IA, tal como la presentan los heraldos de Davos y otros cónclaves similares de la autoproclamada élite, se presenta como el heraldo de la “cuarta revolución industrial”. Este término, que rezuma promesas de transformación, sugiere un salto hacia un futuro en el que la IA transformará a la humanidad. Pero, ¿dónde están, dígame, estos cambios monumentales?

La llamada revolución es simplemente una campaña de marketing bien financiada, no un cambio sustancial en la estructura de la vida cotidiana o el avance económico. En lugar de ver a la IA liderando profundos avances sociales o científicos, vemos un patrón de expectativas redefinidas. Los objetivos no solo se han movido; están en un estado de cambio perpetuo, lo que garantiza que todo lo que la IA logre lograr en la actualidad pueda etiquetarse como revolucionario. Esto no es innovación; es una ilusión, diseñada para mantener el flujo de fondos y el asombro del público.

Pensemos en las pontificaciones de figuras como Yuval Harari, que habla de la IA con la reverencia de un sumo sacerdote, pero que, cuando se le presiona, su narrativa da giros. La IA no necesita ser sensible, afirma, como si la esencia de una deidad no residiera en su conciencia sino en su destreza computacional.

Aquí radica la ironía: por un lado, la IA es el dios omnipotente de nuestro nuevo orden mundial; por otro, está despojada de las cualidades mismas que podrían justificar tal estatus divino.

La IA de Harari es un dios de la conveniencia, poderoso pero carente de las cualidades que definen la vida o la inteligencia. No se trata del amanecer de una nueva especie, sino de la reorganización de algoritmos que conocemos desde hace décadas, que se venden bajo el disfraz de la evolución divina.

¿Dónde están las manifestaciones prácticas de esta supuesta singularidad? ¿En los vehículos autónomos que todavía no pueden soportar un día lluvioso sin la intervención humana? ¿En los robots de atención al cliente que hacen que uno pase por ciclos interminables con menos eficiencia que un humano con un teléfono? Los avances, si nos atrevemos a llamarlos así, son, en el mejor de los casos, graduales y, desde luego, no son los avances que cambiarán paradigmas como nos han prometido.

Lo que se nos ofrece no es el surgimiento de una nueva inteligencia, sino la imposición de una dependencia diseñada. La IA, tal como se la promociona hoy, no es la precursora del pensamiento o la innovación, sino una mera cámara de resonancia de la contribución humana, carente de la chispa de la verdadera creatividad o comprensión.

Sin embargo, este es precisamente el panorama en el que los globalistas pueden plantar su bandera de control. Al convencer a las masas de la infalibilidad de la IA, crean una realidad en la que sus algoritmos no sólo ayudan, sino que dictan, conduciendo a la sociedad no hacia la iluminación, sino hacia una penumbra de dependencia. La seducción de la IA para el profano no reside en sus capacidades, sino en sus promesas de una vida sin el peso de la toma de decisiones o el trabajo de aprender.

Este es el truco de magia globalista: ofrecen un futuro en el que la libertad frente a la responsabilidad se vende como el máximo lujo, pero esta libertad se produce a costa de la autonomía. Es un pacto fáustico: intercambias tu capacidad de acción por conveniencia y, al hacerlo, te vuelves cómplice de tu propia subyugación a un sistema que afirma saber más.

Pensemos en las aplicaciones prácticas de la IA, o en la falta de ellas. Se nos dice que la IA está revolucionando campos como la atención sanitaria, pero ¿dónde están los frutos de esta revolución? En un país donde las herramientas de IA son supuestamente las más avanzadas, la esperanza de vida disminuye, no aumenta. Esto no es un testimonio de la destreza de la IA, sino de su impotencia. Si la IA fuera la panacea que se dice que es, ¿no veríamos una población prosperando, no simplemente sobreviviendo?

El renacimiento prometido por el WEF y sus similares no es un renacimiento a través de la tecnología, sino una regresión a un mundo donde la creatividad humana se externaliza a máquinas que pueden imitar, pero nunca innovar verdaderamente.

El giro en la narrativa de la IA como sucesora consciente de la humanidad a un mero engranaje en la digitalización de todos los aspectos de la vida delata una constatación entre la élite: su deidad digital no despertará. Por lo tanto, la estrategia cambia: si la IA no puede llevarnos a un nuevo amanecer, entonces dejémosle atarnos a un eterno ahora, donde cada aspecto de la vida está mediado por algoritmos. No se trata de mejorar la capacidad humana, sino de envolver la existencia humana dentro de una matriz digital, donde la dependencia se convierte en la nueva normalidad.

Lo que está ocurriendo no es el empoderamiento de la sociedad a través de la tecnología, sino la creación de una sociedad que dependa de la tecnología para pensar, decidir y existir. Esta dependencia artificial no es solo un subproducto de la integración de la IA en nuestras vidas; es el propósito mismo de la misma.

En este escenario, la IA no necesita ser inteligente, sólo tiene que ser indispensable. Y ahí reside el verdadero peligro: no en que las máquinas se vuelvan como nosotros, sino en que nosotros nos volvamos como máquinas, predecibles, programables y perpetuamente al servicio de quienes escriben el código.

La universidad se ha convertido en una mera cadena de mediocridad. Los graduados de hoy, con sus diplomas en la mano, a menudo entran en el mercado laboral con una ineptitud asombrosa que debería alarmarnos a todos. ¿Por qué? Porque la educación superior se ha convertido en un cóctel diluido de cámaras de resonancia ideológicas y programas de estudio degradados, a cargo de profesores que a menudo están más interesados en promover agendas que en fomentar el intelecto genuino.

Pensemos en esto: ahora tenemos una generación que puede navegar por cualquier aplicación, pero no puede hervir un huevo ni cultivar un tomate, gracias a la seductora facilidad de las comodidades modernas. Estos jóvenes adultos, o deberíamos decir, "adultos", han subcontratado sus habilidades de supervivencia a la tecnología. Desde la agricultura hasta la amistad, todo está mediado por pantallas y algoritmos. ¿Es esto evolución o estamos presenciando la atrofia de la capacidad humana bajo la apariencia de progreso?

Ahora bien, descartemos la idea de que la IA es el presagio de un futuro utópico. La IA, anunciada como la cumbre de la sabiduría colectiva, no es más que una cámara de resonancia seleccionada que refleja únicamente lo que sus creadores consideran valioso. Ahí radica el insidioso peligro: en un mundo en el que la IA se convierte en la principal fuente de "conocimiento", la diversidad de pensamiento no sólo se ve sofocada, sino erradicada sistemáticamente.

Imaginemos un mundo en el que cada consulta devuelva la misma respuesta políticamente correcta y depurada, moldeada por quienes controlan el código. No se trata sólo de una pérdida de autonomía personal, sino de la programación del pensamiento social.

La debacle de la COVID-19 fue un anticipo de esta distopía. En este caso, las grandes empresas tecnológicas no solo nos dieron un empujón, sino que nos empujaron hacia una única narrativa, enterrando verdades bajo montones de contenido patrocinado. ¿Fue esto por nuestra seguridad o fue una prueba para controlar el asunto? Cuando la IA dicta la narrativa, no solo estamos perdiendo el debate; ni siquiera se nos permite saber que se está desarrollando un debate.

Esta marcha incesante hacia la comodidad, hacia dejar que las máquinas piensen por nosotros, no sólo nos está despojando de nuestras habilidades, sino de nuestra propia humanidad. Estamos en un camino en el que la comodidad pisotea la competencia, en el que lo "más fácil" erosiona nuestra esencia. Pero seamos claros: lo más fácil nunca fue sinónimo de lo mejor. Es una mentira seductora, que nos está llevando a la ruina intelectual y tal vez existencial.

Imaginemos las consecuencias para la persona promedio cuando la IA, ese supuesto árbitro imparcial de los hechos, comience a dar forma al discurso científico. Si la IA declara que el debate sobre el cambio climático ha terminado, presentándolo como un caso cerrado en el que no hay lugar para el escepticismo ni para datos alternativos, entramos en un terreno en el que la investigación científica no solo se desalienta, sino que se vuelve invisible.

La IA no muestra los disidentes, las anomalías ni los científicos que cuestionan la narrativa dominante. ¿Por qué? Porque está programada para priorizar el consenso sobre la controversia, pintando así una imagen monocromática en lo que debería ser un debate vibrante. ¿El resultado? Una población que cree que está informada cuando, en realidad, solo está adoctrinada.

El fiasco con la inteligencia artificial Gemini de Google no fue sólo un error o un descuido; fue una prueba accidental de cómo la IA puede utilizarse como arma para reescribir la realidad, distorsionando la historia a través de la lente de la corrección política actual.

Cuando la IA empieza a fabricar imágenes históricas que se ajusten a una narrativa de diversidad, no solo estamos viendo una tergiversación, sino que estamos presenciando la manipulación deliberada de la memoria cultural. ¿Qué será lo próximo? ¿Tendremos "pruebas" generadas por IA que respalden cualquier narrativa que los que están en el poder quieran propagar?

No se trata de un mero revisionismo histórico, sino de la creación de una nueva realidad digital en la que los hechos son tan maleables como la arcilla. Y no nos dejemos llevar por el mito de la autonomía de la IA. Que los desarrolladores se muestren impotentes ante las acciones de sus creaciones no es otra cosa que una abdicación conveniente de la responsabilidad.

La IA hace lo que se le dice o, más precisamente, lo que se le ha programado para que haga. La afirmación de que es impredecible es una cortina de humo para ocultar los hilos que todavía están en manos de sus programadores. Siempre hay un plan y es ingenuo pensar lo contrario.

En esencia, el impulso a la adopción generalizada de la IA por parte de entidades globalistas no tiene como objetivo mejorar la capacidad humana, sino reducirla. Se trata de crear una dependencia tan profunda que el acto de pensar se convierta en una reliquia del pasado.

Cuando la IA se convierte en el guardián del conocimiento, la educación y la historia, no solo estamos ante un futuro de conveniencia; estamos ante el cañón de la sumisión intelectual.

El espectro de la IA, como sugiere Harari, no necesita manifestarse en robots tipo Terminator para dominar; su poder reside en su ubicuidad y en la ilusión de benevolencia. Es el truco definitivo: hacernos creer que estamos abrazando el progreso cuando en realidad estamos renunciando al control de nuestras propias mentes.

El camino que elijamos podría muy bien determinar si las generaciones futuras reconocerán el valor del pensamiento independiente o si simplemente le pedirán a la IA que piense por ellas, felizmente inconscientes de la libertad que han perdido.

Fuente: A Lily Bit

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